No corría, flotaba. No jugaba, pensaba. No dirigía, guiaba. No hablaba, sentenciaba.
Murió Johan Cruyff. Holandés de nacimiento (Ámsterdam, 25 de abril de 1947), volante de ataque en el rectángulo verde, se erigió en la bandera de la selección de su país, del Ajax de su ciudad, del FC Barcelona de su corazón y del fútbol ofensivo en general.
Solo le faltó el Mundial. En 1974 se atravesó la Alemania de Franz Beckenbauer, que en la final de Múnich hizo valer su poderío físico y su contundencia, por encima de la plasticidad y movilidad neerlandesa.
Y la Eurocopa. Llegó en el tercer lugar en la Euro de 1976.
De resto, alcanzó todo lo que un futbolista puede lograr: ligas con el Ajax y el Barcelona, la Copa de Europa con el club holandés en el campo y con el catalán en el banquillo. Por encima de todo, se ganó el respeto y la admiración de todos por su vocación ofensiva, esa que hoy tiene su muestra máxima en el FC Barcelona, su obra mejor acabada.
“El fútbol ha sido toda mi vida y espero que lo siga siendo. El balón es mi oxígeno. Respiro fútbol y me divierto haciéndolo”, decía el astro en su libro Mis futbolistas y yo. En otra de sus obras, Mi filosofía, recalcaba: “En una época en que se trata demasiado frecuentemente al fútbol como una ciencia, yo quiero demostrar que es y seguirá siendo algo simple (…) No solo es un juego simple, sino que incluso puede ser una manera de vivir”.
El uruguayo Eduardo Galeano, en El fútbol a sol y sombra, describió el juego maravilloso de la Holanda que Cruyff lideró: “A la selección holandesa la llamaban La Naranja Mecánica, pero nada tenía de mecánico aquella obra de la imaginación, que desconcertaba a todos con sus cambios incesantes (…) Aquel fuego naranja iba y venía, empujado por un viento sabio que lo traía y lo llevaba: todos atacaban y todos defendían, desplegándose y replegándose vertiginosamente en abanico, y el adversario perdía las huellas ante un equipo donde cada uno era once (…)
Holanda tenía música y el que llevaba la melodía de tantos sonidos simultáneos, evitando el bochinche y el desafine, era Johan Cruyff. Director de orquesta y músico de fila, Cruyff trabajaba más que ninguno”.
En Barcelona hay quien pide que el Camp Nou sea renombrado Estadi Johan Cruyff. Y con toda la razón del mundo. Porque sí, existió un Ladislao Kubala que “obligó”, con su juego, la expansión de la casa de los culés. Porque sí, existe un Lionel Messi que hoy es amo y señor del club catalán. Pero existe también, porque siempre estará allí, un Cruyff que borró del Barcelona esa piedra de molino llamada “victimismo” para cambiarla en “juego por diversión”. Y nada más. De allí vendrían los Rijkaard, Guardiola y Luis Enrique que protagonizaron esta época dorada del club.
“Poseía un gran gen competitivo que le hacía ser un ganador y un líder nato”, lanzó Ángel Iturriaga Barco en su Diccionario de Jugadores del FC Barcelona. “No se puede entender al holandés sin su carácter”.
“El fútbol es espectáculo”, repetía el astro.
Vestía el 14, aunque en el Barcelona utilizó el 9. El francés Bernard Morlino, en Retratos legendarios del fútbol, dice “Todos queríamos ser como él”. “En plena carrera hizo una vaselina al portero, que observaba cómo la bola iba a parar al fondo de la red. El acelerador tenía un sprint que dejaba atrás a sus perseguidores. Era capaz de marcar, al borde de sus fuerzas, de una tijereta. Rapidísimo, exterior derecho, exterior izquierdo, podía rematar el partido en el momento clave. Los ángulos imposibles parecían no ser impedimento a la hora de marcar goles imparables. Regatear ocho jugadores seguidos no le daba miedo”.
El cigarrillo fue el único rival que le hizo un túnel. En los 90 dejó el vicio por sus problemas de corazón, pero el mal ya estaba hecho. En 2015 se le diagnosticó con cáncer de pulmón, ese que lo arrebató al planeta la mañana del 24 de marzo de 2016, en Barcelona. Lo arrebató al planeta Tierra, porque el planeta Fútbol lo tendrá para siempre como uno de sus hijos más brillantes.
Murió Johan Cruyff. Holandés de nacimiento (Ámsterdam, 25 de abril de 1947), volante de ataque en el rectángulo verde, se erigió en la bandera de la selección de su país, del Ajax de su ciudad, del FC Barcelona de su corazón y del fútbol ofensivo en general.
Solo le faltó el Mundial. En 1974 se atravesó la Alemania de Franz Beckenbauer, que en la final de Múnich hizo valer su poderío físico y su contundencia, por encima de la plasticidad y movilidad neerlandesa.
Y la Eurocopa. Llegó en el tercer lugar en la Euro de 1976.
De resto, alcanzó todo lo que un futbolista puede lograr: ligas con el Ajax y el Barcelona, la Copa de Europa con el club holandés en el campo y con el catalán en el banquillo. Por encima de todo, se ganó el respeto y la admiración de todos por su vocación ofensiva, esa que hoy tiene su muestra máxima en el FC Barcelona, su obra mejor acabada.
“El fútbol ha sido toda mi vida y espero que lo siga siendo. El balón es mi oxígeno. Respiro fútbol y me divierto haciéndolo”, decía el astro en su libro Mis futbolistas y yo. En otra de sus obras, Mi filosofía, recalcaba: “En una época en que se trata demasiado frecuentemente al fútbol como una ciencia, yo quiero demostrar que es y seguirá siendo algo simple (…) No solo es un juego simple, sino que incluso puede ser una manera de vivir”.
El uruguayo Eduardo Galeano, en El fútbol a sol y sombra, describió el juego maravilloso de la Holanda que Cruyff lideró: “A la selección holandesa la llamaban La Naranja Mecánica, pero nada tenía de mecánico aquella obra de la imaginación, que desconcertaba a todos con sus cambios incesantes (…) Aquel fuego naranja iba y venía, empujado por un viento sabio que lo traía y lo llevaba: todos atacaban y todos defendían, desplegándose y replegándose vertiginosamente en abanico, y el adversario perdía las huellas ante un equipo donde cada uno era once (…)
Holanda tenía música y el que llevaba la melodía de tantos sonidos simultáneos, evitando el bochinche y el desafine, era Johan Cruyff. Director de orquesta y músico de fila, Cruyff trabajaba más que ninguno”.
En Barcelona hay quien pide que el Camp Nou sea renombrado Estadi Johan Cruyff. Y con toda la razón del mundo. Porque sí, existió un Ladislao Kubala que “obligó”, con su juego, la expansión de la casa de los culés. Porque sí, existe un Lionel Messi que hoy es amo y señor del club catalán. Pero existe también, porque siempre estará allí, un Cruyff que borró del Barcelona esa piedra de molino llamada “victimismo” para cambiarla en “juego por diversión”. Y nada más. De allí vendrían los Rijkaard, Guardiola y Luis Enrique que protagonizaron esta época dorada del club.
“Poseía un gran gen competitivo que le hacía ser un ganador y un líder nato”, lanzó Ángel Iturriaga Barco en su Diccionario de Jugadores del FC Barcelona. “No se puede entender al holandés sin su carácter”.
“El fútbol es espectáculo”, repetía el astro.
Vestía el 14, aunque en el Barcelona utilizó el 9. El francés Bernard Morlino, en Retratos legendarios del fútbol, dice “Todos queríamos ser como él”. “En plena carrera hizo una vaselina al portero, que observaba cómo la bola iba a parar al fondo de la red. El acelerador tenía un sprint que dejaba atrás a sus perseguidores. Era capaz de marcar, al borde de sus fuerzas, de una tijereta. Rapidísimo, exterior derecho, exterior izquierdo, podía rematar el partido en el momento clave. Los ángulos imposibles parecían no ser impedimento a la hora de marcar goles imparables. Regatear ocho jugadores seguidos no le daba miedo”.
El cigarrillo fue el único rival que le hizo un túnel. En los 90 dejó el vicio por sus problemas de corazón, pero el mal ya estaba hecho. En 2015 se le diagnosticó con cáncer de pulmón, ese que lo arrebató al planeta la mañana del 24 de marzo de 2016, en Barcelona. Lo arrebató al planeta Tierra, porque el planeta Fútbol lo tendrá para siempre como uno de sus hijos más brillantes.
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