La épica uruguaya tuvo, el 16 de julio de 1950, su punto más alto. Si los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928 y el Mundial de 1930 le dieron renombre al pequeño país suramericano, el Mundial de Brasil, con el “Maracanazo” como cumbre, lo llevaron a la inmortal.
El jueves falleció el último sobreviviente de la definición ganada a Brasil 2-1, el autor del gol de la victoria, Alcides Edgardo Ghiggia. Ese día se cumplían 65 años del legendario partido y el veloz delantero celeste regateaba el sufrimiento partiendo a la eternidad.
Las lágrimas derramadas no fueron suficientes para tanta historia que escribió, con su derechazo, “El Ñato”. Si en 1950 hizo llorar a una nación, Brasil, en 2015 plenó de tristeza el planeta fútbol.
“Cuando chico, jugábamos en la calle. Allí aprendí a driblear, a ser un jugador pícaro. Me citaron en el 50 y toqué el cielo con las manos”, rememoraba el artillero en el seriado Yo hice un gol en una final de la Copa del mundo.
La convocatoria del técnico Juan López reunía nombres ilustres, pero la mayoría no llegaba en su mejor momento. Roque Máspoli, Eusebio Tejera, Schubert Gambetta, Víctor Rodríguez Andrade, Ghiggia, Juan Alberto Schiaffino… pero con un capitán que valía por un batallón: Obdulio Jacinto Varela.
Es el líder por excelencia en la historia de los mundiales. Montevideano, volante central duro, leñero, pegador, un caudillo curtido en mil batallas. “El Negro Jefe”, le decían.
Uruguay pasó con solo un partido a la serie final. Particularidades de la época: Escocia y Turquía decidieron no participar en el torneo, por lo que el grupo D tenía solo a los charrúas y a Bolivia. Goleó 8-0 a los altiplánicos (tres de Míguez, dos de Schiaffino y goles de Vidal, Pérez y Ghiggia), sin condescendencia.
Brasil pasó al “pool final” luego de vencer 4-0 a México (dos de Ademir, goles de Jair y Baltazar), empatar a dos con Suiza (Alfredo y Baltazar) y ganar 2-0 a Yugoslavia (Ademir y Zizinho).
En el cuadrangular final los brasileños bailaron 7-1 a Suecia (cuatro tantos de Ademir, doblete de Chico, un tanto de Maneca) y 6-1 a España (dos de Ademir, dos de Chico, uno de Jair y otro de Zizinho). Mientras, Uruguay sufría: igualó a dos con España (Ghiggia y Varela fueron los autores de los goles celestes) y venció 3-2 a Suecia (dos de Míguez y uno de Ghiggia).
La mesa estaba servida para el título brasileño. Un empate les daría la copa mundial. El estadio Maracaná, construido un año atrás en Río de Janeiro, reunía 220 mil espectadores. “Solo había 30, 40 uruguayos. El resto, eran brasileros”, apunta Ghiggia.
La confianza era tal que el prefecto Mendes de Moraes, impulsor de la construcción del estadio –se necesitaron 35 mil obreros, 500 mil sacos de cemento, 10 mil toneladas de hierro-, lanzó un discurso exitista justo antes del duelo:
“Vosotros, brasileños, a quien yo considero los vencedores del Campeonato Mundial. Vosotros, jugadores, que en pocas horas seréis aclamados campeones por millones de compatriotas. Vosotros, que superaréis a cualquier otro competidor. Vosotros, a quien yo ya saludo como vencedores. Yo cumplí mi promesa construyendo este estadio. Ahora, cumplan su deber, ganando la Copa del Mundo”.
Obdulio, sin flores ni palabras rebuscadas, arengaba a sus muchachos, como lo recordó Ghiggia en el libro Maracaná, los laberintos del carácter (de Franklin Morales): “Nos dijo eso: ‘Los de afuera son de palo’, y empezó a cantar ‘Vayan pelando la chaucha / aunque les cueste trabajo / donde juega la celeste / donde juega la celeste / todo el mundo boca abajo…’ y nos hacía cantar mientras esperaba el ruido, las bombas, los cohetes…”.
Narra el menudo delantero: “Nos mantuvimos en el primer tiempo, pero a los tres del segundo tiempo nos ganaba Brasil (gol de Friaça). Al minuto 24 por la punta me le escapé al marcador, se la dejé a Schiaffino y la pateó, como pudo, al ángulo. Nos dimos cuenta que podíamos ganar, porque se quedaron fríos”.
Eduardo Galeano –uruguayo, uno de los pequeños testigos, vía radio, de la historia-, prestaba su memoria en El Fútbol a sol y sombra: “Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio… Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1”.
“A los 34 minutos vino el gol mío”, con una sonrisa evocaba el camiseta siete. “Yo era muy rápido, muy veloz. Me le fui a Bigode, luego a Juvenal, y de ahí le tiré con dirección al palo. Cuando el arquero (Barbosa) se tiró, ya la pelota había entrado”. Y –citando a Galeano- estalló en Maracaná “el más estrepitoso silencio de la historia”.
“El Maracaná lo silenciaron tres personas: el Papa, Frank Sinatra y yo”, diría, con picardía, Ghiggia.
Con Brasil lanzado al ataque, Uruguay se dedicó a mantener el resultado. Y con el pitazo final, la alegría uruguaya frente al llanto brasileño. Tragedia nacional. Cataclismo. Hecatombe. El país que puso la samba al servicio del fútbol no logró ganar “su” copa. Suicidios, lamentos, desazón. Solo hasta 1958 se rompió la maldición, cuando Pelé, Garrincha, Didí y compañía le dieron a los amazónicos su primer Mundial.
Luego vendría la humillación de Alemania en 2014 -el 7-1 en semifinal-, pero es otra historia.
Uruguay también entraría en su laberinto. Si bien el “Maracanazo” se convirtió en la principal referencia a la hora de erizar la piel futbolera del país, llamando a guerreros y pueblo celeste a las grandes cruzadas, la selección no volvió a una final de Copa del Mundo.
Pero el fútbol no les olvidará. Porque con cada triunfo ante la adversidad, la memoria del “Maracanazo” estará vigente. Allí serán eternos.
El jueves falleció el último sobreviviente de la definición ganada a Brasil 2-1, el autor del gol de la victoria, Alcides Edgardo Ghiggia. Ese día se cumplían 65 años del legendario partido y el veloz delantero celeste regateaba el sufrimiento partiendo a la eternidad.
Las lágrimas derramadas no fueron suficientes para tanta historia que escribió, con su derechazo, “El Ñato”. Si en 1950 hizo llorar a una nación, Brasil, en 2015 plenó de tristeza el planeta fútbol.
“Cuando chico, jugábamos en la calle. Allí aprendí a driblear, a ser un jugador pícaro. Me citaron en el 50 y toqué el cielo con las manos”, rememoraba el artillero en el seriado Yo hice un gol en una final de la Copa del mundo.
La convocatoria del técnico Juan López reunía nombres ilustres, pero la mayoría no llegaba en su mejor momento. Roque Máspoli, Eusebio Tejera, Schubert Gambetta, Víctor Rodríguez Andrade, Ghiggia, Juan Alberto Schiaffino… pero con un capitán que valía por un batallón: Obdulio Jacinto Varela.
Es el líder por excelencia en la historia de los mundiales. Montevideano, volante central duro, leñero, pegador, un caudillo curtido en mil batallas. “El Negro Jefe”, le decían.
Uruguay pasó con solo un partido a la serie final. Particularidades de la época: Escocia y Turquía decidieron no participar en el torneo, por lo que el grupo D tenía solo a los charrúas y a Bolivia. Goleó 8-0 a los altiplánicos (tres de Míguez, dos de Schiaffino y goles de Vidal, Pérez y Ghiggia), sin condescendencia.
Brasil pasó al “pool final” luego de vencer 4-0 a México (dos de Ademir, goles de Jair y Baltazar), empatar a dos con Suiza (Alfredo y Baltazar) y ganar 2-0 a Yugoslavia (Ademir y Zizinho).
En el cuadrangular final los brasileños bailaron 7-1 a Suecia (cuatro tantos de Ademir, doblete de Chico, un tanto de Maneca) y 6-1 a España (dos de Ademir, dos de Chico, uno de Jair y otro de Zizinho). Mientras, Uruguay sufría: igualó a dos con España (Ghiggia y Varela fueron los autores de los goles celestes) y venció 3-2 a Suecia (dos de Míguez y uno de Ghiggia).
La mesa estaba servida para el título brasileño. Un empate les daría la copa mundial. El estadio Maracaná, construido un año atrás en Río de Janeiro, reunía 220 mil espectadores. “Solo había 30, 40 uruguayos. El resto, eran brasileros”, apunta Ghiggia.
La confianza era tal que el prefecto Mendes de Moraes, impulsor de la construcción del estadio –se necesitaron 35 mil obreros, 500 mil sacos de cemento, 10 mil toneladas de hierro-, lanzó un discurso exitista justo antes del duelo:
“Vosotros, brasileños, a quien yo considero los vencedores del Campeonato Mundial. Vosotros, jugadores, que en pocas horas seréis aclamados campeones por millones de compatriotas. Vosotros, que superaréis a cualquier otro competidor. Vosotros, a quien yo ya saludo como vencedores. Yo cumplí mi promesa construyendo este estadio. Ahora, cumplan su deber, ganando la Copa del Mundo”.
Obdulio, sin flores ni palabras rebuscadas, arengaba a sus muchachos, como lo recordó Ghiggia en el libro Maracaná, los laberintos del carácter (de Franklin Morales): “Nos dijo eso: ‘Los de afuera son de palo’, y empezó a cantar ‘Vayan pelando la chaucha / aunque les cueste trabajo / donde juega la celeste / donde juega la celeste / todo el mundo boca abajo…’ y nos hacía cantar mientras esperaba el ruido, las bombas, los cohetes…”.
Narra el menudo delantero: “Nos mantuvimos en el primer tiempo, pero a los tres del segundo tiempo nos ganaba Brasil (gol de Friaça). Al minuto 24 por la punta me le escapé al marcador, se la dejé a Schiaffino y la pateó, como pudo, al ángulo. Nos dimos cuenta que podíamos ganar, porque se quedaron fríos”.
Eduardo Galeano –uruguayo, uno de los pequeños testigos, vía radio, de la historia-, prestaba su memoria en El Fútbol a sol y sombra: “Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio… Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1”.
“A los 34 minutos vino el gol mío”, con una sonrisa evocaba el camiseta siete. “Yo era muy rápido, muy veloz. Me le fui a Bigode, luego a Juvenal, y de ahí le tiré con dirección al palo. Cuando el arquero (Barbosa) se tiró, ya la pelota había entrado”. Y –citando a Galeano- estalló en Maracaná “el más estrepitoso silencio de la historia”.
“El Maracaná lo silenciaron tres personas: el Papa, Frank Sinatra y yo”, diría, con picardía, Ghiggia.
Con Brasil lanzado al ataque, Uruguay se dedicó a mantener el resultado. Y con el pitazo final, la alegría uruguaya frente al llanto brasileño. Tragedia nacional. Cataclismo. Hecatombe. El país que puso la samba al servicio del fútbol no logró ganar “su” copa. Suicidios, lamentos, desazón. Solo hasta 1958 se rompió la maldición, cuando Pelé, Garrincha, Didí y compañía le dieron a los amazónicos su primer Mundial.
Luego vendría la humillación de Alemania en 2014 -el 7-1 en semifinal-, pero es otra historia.
Uruguay también entraría en su laberinto. Si bien el “Maracanazo” se convirtió en la principal referencia a la hora de erizar la piel futbolera del país, llamando a guerreros y pueblo celeste a las grandes cruzadas, la selección no volvió a una final de Copa del Mundo.
En Suiza 1954, México 1970 y Suráfrica 2010 alcanzaron las semifinales, en Inglaterra 1966 los cuartos de final y en México 1986, Italia 1990 y Brasil 2014 los octavos de final.
Los ganadores fueron desapareciendo con el paso del tiempo, la mayoría en la pobreza, solo recordados cada 16 de julio. De resto, se convertían –para los dirigentes- en un estorbo que se dedicaba a pedir ayudas para salir de su pobreza. Obdulio, el gran capitán, rozó la indigencia en más de una vez. Y Ghiggia, el último sobreviviente, cobraba por dar las entrevistas como uno de los pocos modos de garantizar su existencia.
Pero el fútbol no les olvidará. Porque con cada triunfo ante la adversidad, la memoria del “Maracanazo” estará vigente. Allí serán eternos.
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